“¡Claro, como lo pasas la raja con los metaleros que te gustan!”
Cada vez que Alberto quería discutir conmigo, sacaba el tema de mis gustos por escuchar metal y, según su cabeza, eso hacía que mi historial amistoso/romántico/sexual estuviese inevitablemente ligado a hombres metaleros. Y no podía estar más alejado de la realidad, pero mi pasado no era de su incumbencia. Mal que mal, solo llevábamos un par de meses saliendo y (honestamente) no me veía en una relación muy larga con él.
Bueno, el propio Alberto no era metalero. Era más cercano a la trova
cubana, al cine arte y a las tertulias poéticas (nos encantaba la literatura). Me gustaba el hecho de no ser
similares pues pensaba que era una forma de enriquecer la relación y suelo ser
respetuosa de los gustos y espacios ajenos. No así a la inversa, pues cada vez
que quería ver alguna banda en vivo prefería hacerlo sin él (siempre supe que
no le gustaba la música que a mí sí) y eso llevaba a la frase con la que empezó
esta historia.
Al principio no le daba importancia, hasta me parecía chistoso. Al aumentar
la frecuencia del reclamo, mi risa pasó a verlo como una señal de que algo
andaba mal con él y le pregunté, con un poco de maldad:
“¿Cuál es tu problema con los metaleros? ¿Acaso te cagaron con uno que te enojas
así?”
Al parecer, metí el dedo en la llaga pues su semblante cambió por completo.
Pasó del enojo a palidecer. Trataba de hablar y solo tartamudeaba. Sentí que
había descubierto el origen de algo al parecer importante, pero ese mismo día
di por terminado lo poco que había empezado. Ya no estaba para soportar trancas
ajenas y con las mías eran más que suficientes.
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