Llevaba un par de semanas buscando la forma de evadir la tristeza que cargaba encima. Terminar una relación larga es un peso que me fue muy difícil de procesar y necesitaba algo, lo que fuera, que me devolviera las ganas de seguir viva.
Limpiando el patio, miré mi bicicleta. Sucia y tiesa, la saqué de su rincón para dejarla lista y volver a moverme. Aunque no fue llegar y ser feliz arriba de mi chanchita.
Los primeros días fueron una tortura. Mis músculos no me ayudaban a sentirme bien, hacía demasiado calor para ser abril y me la pasaba sentada en un parque llorando, en una mezcla de queja y dolor (físico y emocional).
Un sábado en la tarde, me subí a la bici enojada. Temas sin solucionar con mi ex me dejaban muy mal y me amargaban por mucho tiempo. Empecé a pedalear fuerte, rápido, molesta y con rabia. Casi no vi al perrito que se me cruzó en la ciclovía y para evitar atropellarlo, caí sobre mi brazo izquierdo y me hice un raspón feo, como una quemadura. Otra vez, lloré. Aproveché el dolor de la caída para sacar de mi corazón toda la basura acumulada.
Vuelvo a subirme a la bicicleta, con la idea de volver a mi casa. Saqué mis audífonos del banano que en ese tiempo solía usar, los conecto al celular y busco cualquier radio. Pedaleo despacio, sintiendo el aire tibio del atardecer. Hojas secas caen y la luz anaranjada daba un aspecto cálido a mi entorno. Suena Solsbury Hills, de Peter Gabriel en mis oídos y me pareció el escenario perfecto para acompañar la calma que sentí a partir de ese día.
Creo que ese fue el comienzo de mi proceso de sanar. Ahora entiendo por qué el otoño suena así.