Tuve miedo de lo repentino que se volvió todo. De cómo pasaste a ser alguien tan importante para mí en tan poco tiempo. De esa especie de hechizo en que me sentía cada vez que te besaba. Tuve miedo de la voz que, poco a poco y en voz bajita, hacía hablar a mi corazón un idioma diferente.
Temí que aquello no fuese más que un sueño pasajero, un encuentro casual sin más realidad que el presente. Racionalmente, hice lo que tuve a mi alcance para sabotear lo bueno que había llegado. Y lo logré: No quieres nada conmigo.
No sabes cuánto me cuesta controlar el impulso de saber de ti, preguntarte cómo estás o, simplemente, volver a mirarte como alguna vez lo hice: ver tus ojos pequeños llenos de curiosidad, que trataban de adivinar qué había detrás de los muros que construí para evitar sentir dolor.
Sé, con la certeza que me da la experiencia, de que este embrujo se alejará de mí. Mientras menos sepa de ti, más sencillo será.
No quiero imaginar qué pasará por tu cabeza respecto a mí. Lo más probable es que ya no me recuerdes.
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